lunes, 20 de diciembre de 2010

El líder autoritario ataca los “enemigos de clase” y al principio todo parece funcionar

Algunos miembros del Team "Amigos de los Pobres".
Lecciones de la historia

Más o menos un tercio de los países de América Latina están gobernados por líderes que aplican la receta del autoritarismo divisionista. La receta es así. Se empieza con una prédica populista basada en la demonización de una minoría a la vez rica y maligna. No basta que sean ricos, porque si este fuera el único rasgo no sería fácil justificar la agresión. Lo importante es que además sean malignos. Hitler llevó el tema a sus extremos, pero el marxismo no se quedó muy atrás con la demonización de la burguesía, grupo malvado no por decisión sino por naturaleza. Y los sucesores del marxismo original precisaron el concepto, haciendo de todos los que se le opusieran “enemigos de clase”, malvados por definición.

Con estos elementos, la receta es fácil. Como los amigos son más que los enemigos, y los enemigos son ricos y malignos, postulemos una conducta dirigida a quitar su riqueza a los enemigos para dársela a los amigos. Los escrúpulos morales no interfieren, porque no los atacamos porque queremos su dinero, sino porque se lo merecen. Esta es la receta chavista, sandinista y similares. Atacar sistemáticamente a los enemigos con dinero, y prometerles a los amigos que se lo vamos a dar a ellos.

Claro que si se intenta hacer eso en una sociedad liberal regida por el derecho, la cosa se dificulta. El mandamás no puede hacer todo lo que quiere. Enseguida después del enemigo primario, entonces, se vuelven enemigos todos los que no permiten que el mandamás actúe sin límites. La prensa, los tribunales, y el sistema mismo de derechos y libertades se convierten en “libertades burguesas”, “residuos de la oligarquía” o en cosas semejantes que deben ser destruidas para construir el nuevo orden. Atacar la libertad de prensa, destruir la división de poderes, crear tribunales y milicias populares, subordinar la justicia al poder, etcétera, son conductas propias de esta estrategia.

El sistema funciona, por un tiempo. Y aquí vienen las lecciones de la historia. Porque si uno presta atención verá que hay dos etapas en la evolución de estos regímenes. La primera es de crecimiento. El líder autoritario ataca a sus enemigos con violencia cada vez mayor, a la vez que enardece a sus amigos con promesas cada vez más extremas. Y mientras esto dura, el sistema parece funcionar. Pero la historia muestra que el compañero ineludible de estos procesos es la destrucción de la economía. La economía requiere de gente que genere riquezas, y en la medida en que el sistema se dirija a atacarlos sistemáticamente, la riqueza deja de producirse y empieza a disminuir.

Hasta hace un tiempo se sostenía que no importaba que la economía privada sufriera, porque el estado tomaría su lugar. Pero en el siglo XXI eso ya no es sostenible. Todos y cada uno de los sistemas que trataron de basar su economía en la dirección del Estado fracasaron miserablemente. Repito: todos. No hay un solo ejemplo de economía colectivista exitosa. Algunas tardaron más en caer y otras menos, pero todas fracasaron. ¿Por qué insisten, entonces? Probablemente porque en estos sistemas los exitosos son los líderes. A estos sí les sirve.

El autoritarismo estatista tiende necesariamente a la corrupción. Cuando el poder conduce la economía, la dirección de las empresas públicas es resultado de la distribución del poder, y en esas condiciones el poder y el dinero tienden a juntarse.

Empieza, entonces, la segunda etapa. Los enemigos vienen y van, pero los enemigos se acumulan. Tan pronto las cosas empiezan a estar mal, algunos de los amigos de antes anticipan el cambio y pasan a ser enemigos, a veces con la esperanza de pasar a ser líderes después del cambio. Por uno u otro camino la marea cambia de rumbo y la oposición empieza a ser cada vez mayor.

La segunda etapa llega así a un punto crítico. En cierto momento el autoritario empieza a perder, y no puede sostenerse con elecciones aunque sea en un entorno de represión. Llega el momento de decidir si se acepta perder el poder, y se asume el riesgo de venganza de los que sufrieron de los ataques previos, o se “profundiza la revolución” y se eliminan las elecciones. Muerto el perro, se acabó la rabia.

Los que han hecho esta segunda elección también terminan fracasando. El deterioro económico se profundiza, y las promesas de un mundo mejor son cada vez menos creíbles, por lo que los enemigos son cada vez más, y los amigos cada vez menos. Pero pueden tardar más. Con una represión desenfrenada pueden durar 70 años, como la URSS o Corea del Norte, o 60, como Cuba o Albania. Pero en tiempos modernos la receta de Enver Hoxa o del “reverendo líder” Kim Il Sung (aislar el país, impedir la información del exterior, y acentuar la represión interna) difícilmente funcione, por lo menos para los que ya tienen conexión a Internet. Cuba pudo tomar este camino porque no existía Internet cuando empezó. Pero hoy, parece difícil.

No creemos que los procesos de Corea del Norte, Albania o Cuba puedan repetirse en sociedades modernas de información, especialmente cuando se empieza desde un nivel cultural relativamente elevado como el prevaleciente en América Latina. Y si tenemos razón, una vez que la economía empieza a deteriorase, la suerte de los autoritarios divisionistas está echada. La caída puede demorarse, pero es inevitable.

Los autoritarios latinoamericanos fracasarán, como fracasaron todos los que lo intentaron antes. El único sistema económico que funciona es el que respeta a quienes producen la riqueza, y les reconoce garantías mínimas en un entorno de derecho. Eso, sin embargo, no se aplica a sus conductores. Estos ganan poder, y en la mayor parte de los casos ganan dinero mientras dura, y tienen una buena chance de escaparse después. A veces logran escapar de la ira y frustración que queda al fin de su período. Los que nunca escapan son los habitantes de los países sometidos a estos experimentos, que siempre terminan con sociedades destruidas, sometidos a resentimientos duraderos, empobrecidos y acostumbrados a la desesperanza.

No entendemos, en definitiva, como puede haber quienes defienden estos experimentos. Las lecciones de la historia son demasiado claras. Nadie ha tenido éxito, jamás, por ese camino.

Tomado de: EL OBSERVADOR

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